El Land Art nos previno hace décadas, a través de instalaciones artísticas monumentales en museos al aire libre, de que debíamos fijarnos en el medio ambiente. Y hoy, el Covid nos ha hecho valorar y cuidar la naturaleza como nunca antes. Por Dominique Rodríguez Dalvard Fotos: Dany Lawson – PA Images Hubo un tiempo, no
El Land Art nos previno hace décadas, a través de instalaciones artísticas monumentales en museos al aire libre, de que debíamos fijarnos en el medio ambiente. Y hoy, el Covid nos ha hecho valorar y cuidar la naturaleza como nunca antes.
Por Dominique Rodríguez Dalvard
Fotos: Dany Lawson – PA Images
Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que se creó un grupo, un movimiento artístico que para llamar la atención de la gente sobre el cuidado que debíamos prestar al planeta, se inventaron los más increíbles museos al aire libre. Tenían como propósito mostrarle al mundo la íntima relación que tenemos con la naturaleza, y señalar lo minúsculos que somos frente a ella. Se llamó Land Art y tuvo su apogeo en los años 70 del siglo anterior, principalmente en Estados Unidos. Madera, piedras, fuego y agua fueron los materiales de trabajo de los artistas, y la tierra, su lienzo.
Así, un artista icónico como Robert Smithson, uno de los fundadores del grupo, elaboró una gigantesca espiral (Jetty Spiral) que, desde una mirada aérea –como cuando se descubren las líneas de Nazca–, permitía ver un enorme gesto espiralado en medio de una montaña, tan amable como continuo, una obra que quedó registrada en fotos y que se iría borrando, justamente, por la lluvia, el viento y los días. Era su manera de rendirle tributo a una naturaleza con la que se establece un diálogo y, por eso mismo, le permite esa fluidez en el movimiento, un comienzo y su final; al tiempo, contrarrestaba, denunciaba si se quiere, el acto dominante del hombre cuando modifica el paisaje a su gusto interrumpiendo cauces o territorios de fauna y flora. Por eso la naturaleza ruge.
Foto: Getty / Universal Images Group
Y sigue haciéndolo. Pero si antes el llamado a mirar ese afuera que el paisaje nos ofrece era por su carácter sublime, hoy es por su sentido de urgencia. Ya no son miles de años los que nos muestran transformaciones geológicas y cambios drásticos en las temperaturas medioambientales, sino décadas, tiempos humanos en donde vemos cómo, en 30 años, hemos sido testigos de modificaciones brutales en el planeta. Por eso, la alerta hace unas semanas de algunos líderes del mundo en el Día de la Tierra para tomar cartas en el asunto. Porque ya no es aplazable. Los glaciares que nos proveen de agua se están fundiendo por las temperaturas que hoy nos están quemando y las selvas donde se preserva, contenido, todo el oxígeno que necesitaremos para sobrevivir en los años venideros, son consumidas a diario por las llamas de los deforestadores.
Y ahora el COVID-19. Paradójicamente, el encierro que confinó a la humanidad a estar entre cuatro paredes por meses que se están volviendo años, ha conseguido lo que muy pocos antes: que valoremos ese estar afuera con la naturaleza. Y hay una obra que, curiosamente, lo señaló incluso antes de saber que viviríamos esta situación única en el mundo. En 2019, Gabriela Salazar, en Access Grove, Soft Stand (Parque Sócrates de Esculturas, en Long Island, NY), le instaló a un bosque una baranda, con esas cuerdas rojas aterciopeladas con bases metálicas que nos dieron entrada a tantos conciertos u obras de teatro, invitando al observador a fijarse con atención en esos árboles que, de otra forma, daríamos por sentados y quizá ni miraríamos creyendo, en nuestra soberbia, que allí estarán siempre para nosotros.
Pues bien, no lo están. Ya no. La pandemia nos cogió fuera de base y no estábamos preparados para perder la libertad que nos brindaba el verde, el agua, la nieve o el sol. Eso está haciendo que cada paso que podamos dar afuera lo intentemos aprovechar llenándonos de esa luz, calor y belleza que la naturaleza nos brinda y, generosa como lo es, hasta nos da las herramientas para resolver la carencia. Basta ver el trabajo que le entregaron unos alumnos a su maestra de arte en Mendoza, Argentina, que, sin Internet ni posibilidades de tener una biblioteca cerca o medios para comprar útiles porque sus papás han perdido sus ingresos, crearon mandalas con hojas, ramas y piedras, emulando a los grandes del Land Art que hoy son parte de la historia del arte.
Los parques de esculturas se han convertido en museos al aire libre, uno de los regalos de la pandemia. De los pocos espacios del arte que pueden ser visitados por contar con lo que la bioseguridad exige, distancia y ventilación. Apenas podamos hacerlo, podremos volar al parque The Presidio, en San Francisco, para ver ese tributo al árbol en medio del bosque, de Andy Goldsworthy, penetrar la entrada al infierno en el parque de los Monstruos en Italia, aterrarnos fascinados con la gigantesca araña agachada de Louise Bourgeois en el Chateau de la Coste, en Francia, o, quizá ir al cráter de James Turrell en medio del desierto de Arizona.
Sueños apenas. Quizá más sencillo simplemente llenarnos los pulmones con el bosque cruzando la calle y aprendernos los nombres de cada uno de sus árboles y flores. Será el inicio de nuestra contribución por conservar este planeta que tanto necesita de nuestro afecto, respeto y admiración.
Foto: Getty / Ullstein Bild