El año en que la Tierra se detuvo

El año en que la Tierra se detuvo

Las calles se quedaron vacías. Un golpe de codos reemplazó los abrazos, la tos era una alarma y el tapabocas un escudo. Le pedimos al escritor Hugo Chaparro que reflexionara sobre cómo el covid-19 transformó nuestra relación con los hogares, y las ciudades, y nos recluyó para, como dice, “reencontrarnos con lo que aún queda

Las calles se quedaron vacías. Un golpe de codos reemplazó los abrazos, la tos era una alarma y el tapabocas un escudo. Le pedimos al escritor Hugo Chaparro que reflexionara sobre cómo el covid-19 transformó nuestra relación con los hogares, y las ciudades, y nos recluyó para, como dice, “reencontrarnos con lo que aún queda de nosotros mismos”.

Hugo Chaparro Valderrama / Escritor, poeta y crítico de cine.
Director de Laboratorios Frankenstein©

 

Las amenazas del miedo ambiente hicieron de nuestras casas incubadoras asépticas. Salir al mundo exterior supuso el azar del contagio. Caminar por nuestros barrios parecía una proeza de niveles épicos. El destino nos impuso una paradoja: encontrarnos en la distancia. A través de las pantallas tecnológicas conjuramos la soledad que nos transformó en espejismos virtuales. Recordamos a Blaise Pascal cuando escribió una advertencia: las desgracias del ser humano empiezan cuando no puede estar a solas en una habitación. Durante el 2020 tuvimos que acostumbrarnos a nuestra compañía para no caer en las trampas de la ansiedad y sus depresiones.

 

Al rescate de la vida, como solía festejarse antes de la pandemia, los vecinos alrededor de la Tierra se acompañaron cantando, en una terapia de autoayuda colectiva, con un coro esparcido por ventanas y balcones desde los que espantaron el silencio e hicieron de la música un placebo que les distrajera las reflexiones del caos.

 

Los sueños de la ficción fueron otra vía de escape para recordar los hábitos que nos definían. La imposición que nos obligó al distanciamiento social, contrario a las efusiones de la naturaleza, garantizaba sobrevivir a la peste y extrañar la dimensión tumultuosa de historias protagonizadas por repartos masivos. El hombre de la multitud hizo parte de la arqueología social sumergida en nuestros recuerdos. “Se niega a estar solo”, escribió Poe en su relato. “Es el hombre de la multitud”. Un hombre que habría estado condenado en el año del coronavirus a rechazar los abrazos o la cortesía de un beso –gestos que sólo fueron posibles en la imaginación y en la nostalgia por las virtudes perdidas y por la disciplina a la que nos sometió la tiranía sanitaria–. El cuerpo se convirtió entonces en un campo minado que podía ser contaminado y nos acostumbramos a una versión neurótica de la higiene personal.

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Cabras, venados, drones

La Tierra entró en pausa. En las ciudades se respiró la atmósfera de los escenarios apocalípticos según los delirios de las distopías. Los parques invocaron a los fantasmas que alguna vez disfrutaron de su libertad al aire libre. Sin la congestión del tráfico los pájaros dejaron de toser. Se volvió a escuchar el viento y el aire se purificó. Los estadios parecían monumentos abandonados por los fanáticos de sus héroes deportivos. El Domingo de Resurrección, un día de dimensiones simbólicas cuando estábamos cercados por la muerte, la Catedral de Milán invitó a un tenor y a un organista para que llenaran sus 11.700 metros cuadrados con melodías que fortalecieran la esperanza de quienes los pudieran escuchar en los escenarios múltiples de internet. El 27 de marzo, la Plaza de San Pedro fue un espacio magnificado en su desolación por el gigantismo que minimizaba la figura solitaria del Papa rezando por Roma y el mundo en un recinto de apariencia gélida.

 

Una fauna itinerante recuperó los lugares de los que fue expulsada por algo tan incierto como el progreso. Cabras, venados y jabalíes se pasearon por las ciudades como si fueran zoológicos en los que podían ver a los humanos encerrados en sus jaulas. Los tiburones nadaron cerca de las playas sin ser perturbados por los bañistas. Las noticias falsas del mundo virtual se atrevieron a engañarnos con un registro ecológicamente imposible: manipulando una fotografía de la artista rusa Kristina Makeeva, las redes sociales defraudaron nuestra confianza en la verdad noticiosa de las imágenes cuando mostraron un despliegue alucinante de cisnes rosados en los canales de una Venecia ficticia, olvidada por los turistas.

 

Los drones nos ofrecieron visiones panorámicas de la deserción global que nos sacó de las calles y nos redujo a la claustrofobia. Hicimos del universo una parodia bonsái en la galaxia casera. Rediseñamos el ámbito doméstico para ensamblar estratégicamente un rompecabezas en el que pudiéramos encajar de forma multifuncional lo que transcurría en otro tiempo fuera de nuestros refugios: en el trabajo, en la escuela, en los cines, en las fiestas que tuvieron un sabor desangelado cuando los amigos se resignaron al consuelo de verse en el mundo rectangular de un computador. El vértigo nos invadió con la velocidad de la autopista virtual. “Las dulzuras del hogar”, como las llamó irónicamente Flannery O’Connor, sirvieron de salvavidas en esa carrera de resistencia por la que tuvimos que aprender a soportarnos y a tolerar, en días kilométricos, que parecían tener más de veinticuatro horas, el juego de azar que suponía convivir con nuestra tribu cercana mientras el reloj giraba.

 

El calendario fue la medida de nuestra condición de náufragos en las islas del confinamiento donde repetimos la historia de Robinson Crusoe, aunque supimos que ningún hombre es una isla cuando el mundo y sus noticias sumaban las cifras del caos y del dolor agazapado tras los números que multiplicaban la insolencia de la muerte.

 

 

El maratón cotidiano

La prolongación del encierro demostró al menos dos cosas: el derecho legítimo a recuperar la felicidad y sus ilusiones como las habíamos celebrado, y el desconocimiento generalizado de la historia de las pestes que han asolado al planeta. Si recordáramos al menos las quince epidemias que atormentaron a los Países Bajos del siglo XIV al XV, el contraste con la tragedia del 2020 nos habría enseñado que sobrevivir no era del todo imposible. El pasado nos daría una lección ante la peste universal por la que atravesábamos si supiéramos de los estragos que causó la Peste Negra, a mediados del siglo XIV, cuando la cifra oficial de fallecimientos sumó en Europa 50 millones de muertos durante un lapso de siete años y el ser humano, a pesar de todo, continuó existiendo.

 

Fue entonces cuando Petrarca escribió: “¡Oh, feliz posteridad que no conocerá tan profundo dolor! ¡Y que tomará nuestros testimonios como fábulas!”. También cuando Giovanni Boccaccio, admirador de Petrarca, se permitió el humor para escapar del horror imaginando el centenar de historias que contaron para entretenerse y olvidarse de la muerte siete mujeres y tres hombres en El Decamerón, lejos de una Florencia apestada en la que murió, según un censo macabro, el 60 por ciento de sus habitantes.

 

La poesía sirvió para comprender los delirios de la realidad. Acaso como sucede ahora en el terreno incierto de la salud desquiciada. En un año que jamás será olvidado por la generación que enfrentó, con la esperanza de que todo terminara pronto, los desafíos de la muerte y su trabajo sin tregua. Una maldición indeseable que le dio un valor supremo a un placer tan natural e inconsciente como respirar. Con la protección portátil de los tapabocas que encapsulaban el aire de los pulmones, continuamos en el mundo, aferrados a la vida. Descubrimos que sus dones estaban en nuestras casas. En el refugio doméstico donde cada día trotamos un maratón cotidiano de resistencia y paciencia. En el que era algo insólito ver el trazo de un avión a través de la ventana, volando como si fuera un dragón que sugería el destino de un mundo inalcanzable.