Tejedoras de Mampuján: ‘Coser es cuidarnos con la aguja’

Tejedoras de Mampuján: ‘Coser es cuidarnos con la aguja’

Fotos: Tejedoras de Mampuján Este colectivo de mujeres tejedoras lleva cerca de dos décadas atreviéndose a coser la historia de un país cuya memoria emana en cada costura. Sus telas les enseñaron a sanar. Es el relato de las Tejedoras de Mampuján, iniciativa que recibió el Premio Nacional de Paz. Por Laura Marín Castañeda La

Fotos: Tejedoras de Mampuján

Este colectivo de mujeres tejedoras lleva cerca de dos décadas atreviéndose a coser la historia de un país cuya memoria emana en cada costura. Sus telas les enseñaron a sanar. Es el relato de las Tejedoras de Mampuján, iniciativa que recibió el Premio Nacional de Paz.

Por Laura Marín Castañeda

La vida transcurría tranquila. Bullerengues de fondo. El viento refrescaba el andar en Mampuján y el olor de la guayaba inundaba las calles del corregimiento. Amparados en cualquier sombra, algunos se mecían sin afán. Otros se sumergían en arroyos que, como espejos, reflejaban destellos de luz del cielo. Por los Montes de María corrían niños y niñas. Pero el viernes 10 de marzo de 2000 no fue usual, el viento sopló desgracia: se extinguieron los bullerengues, las guayabas se pudrieron y la tierra se secó de tristeza.

“Era un pueblo muy amañador, de gente trabajadora y feliz. En ese tiempo, soñaba con tener hijos y criarlos en ese entorno para que también jugaran libres. Mampuján era un pueblo libre, que no sufría de miedo hasta que nos despojaron de nuestros sueños”, cuenta Pablo López, que tenía 15 años cuando el bloque Héroes de las Autodefensas Unidas de Colombia –AUC–, en la plaza de Mampuján, amenazó a los habitantes con masacrarlos si no dejaban el pueblo, como habían hecho en El Salado un mes atrás.

Desde ese viernes, 1.081 personas — según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) — tuvieron que someterse al éxodo. Con el alma rota y la vida atiborrada de afán en cajas viejas, cerca de 300 familias dejaron su hogar para mal instalarse en María La Baja, en el departamento de Bolívar, aproximadamente a 10 kilómetros.

“No solo me arrancaron mi vida inocente en la naturaleza de Mampuján. ¡Me tocó vivir tantas cosas! Dormía con mi mamá y mis hermanos y, de repente, tenía que dormir con muchísima gente y despertarme temprano para que los demás no me pisaran al caminar. Perdí mis ilusiones: antes me peinaba y me vestía bien hasta para ir a la iglesia; después, no tenía sentido arreglarme”, dice Janiris Pulido, también adolescente en ese entonces.

Sanar las heridas de una guerra ajena, de 42 masacres –según el Centro de Memoria– con 354 asesinatos en la cadena montañosa de los Montes de María entre 1999 y 2001, era una cuestión de supervivencia colectiva para los habitantes de Mampuján.

“Entonces, hombres y mujeres, formamos la Asociación para la Vida Digna y Solidaria para interactuar con el Estado y mejorar nuestras condiciones de vida. Después nos dimos cuenta de que las mujeres estábamos afectadas de una manera diferente y necesitábamos hacer algo exclusivo”, explica Juana Ruiz, representante de la asociación y lideresa social.

Así nacieron, en 2003, las Mujeres Tejiendo Sueños y Sabores de Paz, o, como son más conocidas, las Tejedoras de Mampuján. Un colectivo que, para sanar, le apostó a tejer sus raíces. La primera puntada la dio la menonita Teresa Geiser, psicóloga clínica y artista.

“Nos enseñó el arte del quilting o del retazo, que es coser tela sobre tela para crear cuadros completos. Con ella aprendimos también otras estrategias para superar el trauma, como terapias respiratorias, ejercicios de relajación y baños en las ciénagas”, cuenta Juana mientras acompaña, sentada en una esquina, a Gledys López, tesorera del colectivo, a vender sancocho hervido en leña.

“No somos las únicas que utilizamos esta técnica. Consiste en pintar el sentir propio — eso que tienes muy adentro y quieres expresar sin palabras — primero en papel, seleccionar las telas adecuadas, hacer el croquis inicial en el material base y, posteriormente, poner ropas y demás detalles con otros retazos. Tomas tu pasado, presente, futuro y esperanza, y los plasmas en una tela sobre la otra y puntada tras puntada”, agrega Juana mientras un perro ladra a quienes se acercan al sancocho.

Dibujos tejidos de gran tamaño en tapices, vestidos, faldas, suéteres y pantalonetas están entre sus obras. En el último año, por cuenta del COVID-19, las Tejedoras de Mampuján se han sumado al mandamiento pandémico: reinventarse. Incursionaron en la venta de tapabocas para que las 74 familias de la cadena productiva pudieran generar ingresos.

Mujeres Tejedoras de Mampuján trabajando

 

Tiempo y pandemia no son lo único que diferencia los tejidos originales de los actuales. También —como ellas mismas— cambiaron de manera profunda las narrativas de su arte, que materializaba tristeza, rabia y desconsuelo. “Cuando estaban prohibidas las reuniones y las denuncias, resistimos de esa manera: denunciando sin palabras”, afirma Juana.

“Al inicio se hacían historias de masacre y desplazamiento. Ahora, cosemos historias felices: el diario vivir, historias que nuestros padres nos contaban y sueños que tenemos. Yo tejí una finquita que anhelo para ir los fines de semana con mis hijos”, agrega Pabla.

Gente que pesca, nada o baila bullerengues renacidos… Sus colores y sabores, ahora, protagonizan su trabajo: “Utilizamos variedad de telas, principalmente el Chalis, y aprovechamos el más mínimo retazo. Trabajamos con mucho colorido y con tonos vivos, nos identificamos con los estampados y nos encanta el de flores. Entre más compleja sea la pieza, más tela y tiempo de producción necesita”, explica Janiris.

Las piezas grandes — algunas alcanzan tres metros de ancho — las cosen en colectivo durante cuatro días, mientras que los tapabocas pueden demandar una jornada de trabajo individual de seis de la mañana a seis de la tarde.

Laudid Navarro, una de las mentes detrás de la idea de crear tapabocas, tenía 4 años cuando fue desplazada. Coser también ha sido su manera de crecer en lo personal y reconocer su propio sentir: “Tenía dolores, pero nadie me escuchaba hablar de eso porque no podía hacerlo y decía que no sentía nada. Ahora, gracias a las Tejedoras de Mampuján, ya tengo el ánimo de hablar y eso me ha liberado. No digo que esté totalmente sana, pero estoy en el proceso”.

Coser ha traspasado las fronteras de lo personal. Sanar, en Mampuján, ha tenido un efecto de bola de nieve. Hace menos de una década, comenzaron a hacerlo quince mujeres. Hoy, el colectivo suma 23 integrantes directas y ha tocado la vida de toda su comunidad. “Nos ayudó con el duelo y eso minimizó la violencia intrafamiliar que se estaba exacerbando. Si la violencia propia baja, lo hace también la familiar y la colectiva. Eso nos dio más facilidad para trabajar y fortalecernos juntos”, afirma Juana.

El trabajo de las Tejedoras de Mampuján también tuvo un efecto apaciguador durante la implementación de la Ley de Justicia y Paz —el proceso de desmovilización de paramilitares, en 2005—, momento crucial para Mampuján. Su desplazamiento y las violencias que derivó, fue el primero en ser condenado bajo esa figura jurídica y bajo la ley de Restitución de Tierras.

“Nos inventamos una emisora comunitaria: a una vara larga y alta le pusimos dos megáfonos y un micrófono inalámbrico, que no me acuerdo dónde conseguimos. Mientras caminábamos por el pueblo, le hablamos a la gente de salud, de religión y especialmente de los beneficios del perdón y la reconciliación. Toda la comunidad nos escuchó, participó y entendió por qué es importante sanar… Cuando llegó el momento, la gente de Mampuján le dijo ‘sí’ a perdonar a los paramilitares”, cuenta llena de orgullo Juana, quien también asegura que cerca del 90 por ciento de la comunidad ha sido reparada económicamente.

diseños de mujeres tejedoras de mampuján

“También el amor se aprende”. Con su historia, las Tejedoras de Mampuján escribieron su propia versión de esa cita de Gabriel García Márquez: su caso es la prueba de que —además de a coser— a perdonar también se aprende.

“Este arte que hacemos, este duelo que procesamos a través de hacer y hacer, nos sirvió principalmente para perdonar. Al perdonar, el regalo más grande lo recibe quien lo da. Antes creíamos que perdonar significaba olvidar, que recordar nos hacía daño — concluye Gledys, cuando la venta del sancocho hervido en leña le permite un descanso —. Cosiendo descubrimos que no es así: no somos amnésicas, recordamos diferente”.